Pliego Segundo
(que no habréis leer sin el primero)
Los aires jubilosos que habrían ser Cádiz por todos los tiempos remotos –esta ciudad misma, sola, tañida de las coplas de sus gentes lozanas y el trajín de sus carros – vieron nascer, veintiséis años ha, en un día del mes de Octubre de los de calor tardío y marejada fuerte, un mozuelo de cuyas quiebras se harían eco los patronos de la Historia a más reciente. No por ventura fue niño menudo, de ojos vivos y aire curioso, tal la Providencia anduvo de ir cosiéndolo primo mío antes que viniera al mundo, y así lo hizo pronto a los medios vecinos, cuales digo de esta ciudad alegre aunque en sus años pueriles viviera afuera della. Creció en la casa de su padre, beduino, con su hermano pequeño Jesús Cancio, sobre un tramo Oeste del campo de Olivares, allá por donde se une éste con la Playa Grande de extramuros, como a mil pies de mi taberna y media legua de las Puertas de Tierra. El haz del ventanuco desta casa advierte un campo de acebuches donde habría él tramar sus diabluras primeras, y al lejos, más allá, las lucernas de noche del puesto de avanzada y esa puerta del Secreto que ahora quieren aplanar. Desto a aquello vino presto el largo istmo de arrecife a echar torreznos a los fuegos de chiquillo, y desde el caño a las murallas indagó él siendo aún lerdo, en tanto hablábanle los mares por el uno y otro lado. ¡En tal estilo habrían componerle los semblantes de pirata sus destinos…! que, parido yo unos años más tardío, que no muchos, recibí ya dél las instrucciones necesarias para hacerme deshonroso, y de infantes como andaba la comanda, con él, su hermano chico, y yo enano cual garbanzo, tres garduñas de cuidado nos llamaban. Y como digo que así acaesció, fuimos echando piernas entre guerra y guerrerilla en los caminos, siempre juntos por sabernos más bizarros desta forma, hasta el día en que a ralea de viajeros indagamos la ciudad de los Fenicios. Yo recuerdo como ayer aquellas marchas, las primeras, y a mi primo Alberto Cancio, que es su nombre, tan sonante, en propiedad de diestro guía a más mediocre, que a razón de sus despistes acabábamos perdidos, y esto es antes como ahora su atributo indisoluble. Ya aprendimos, de aquel tiempo, a valernos los avíos más bien solos su hermanito y quien escribe, y a fiarnos poco o nada de los cantos deste primo y sus creencias, no fuera que los guardias nos asieran por su culpa o sus maldades. Mas si dije antes deshonra, nunca hablé de despotismos, que esa culpa sí que hubiera importunado los afectos del futuro capitán, por ser siempre, y desde niño, una hogaza bien parida, aunque andara con la lacra del descuido. Y por ello lo tuvimos en estima aun en llegando los abriles ardorosos, ya de mozos bien dispuestos y cada uno de esta guisa con lo suyo. Mudamos de los bosques de extramuros a los barrios garbosos de las Puertas del Mar, los tres juntos, como urdía cada joven gaditano nascido en ese tiempo. Era Cádiz –entonces tal que ahora aunque se muera –un Mundo adentro del Mundo, y acoger las delicias de otros tantos cubríalo de perlas y ajetreos miles, pues marchaban por aquí los oros múltiples de América y las gentes que volvían o venían, o al contrario. Del trajín de toda raza, posición y singladura, destacábanse los mozos a la caza de faenas, y a duelos y quebrantos cotejaban presupuestos para hacerse a la aventura de los mares, aunque a esto no prestamos atención de primer golpe. Andar de recias voces en el muelle disimula los tanteos del rompiente, o eso dicen, y en aquello iban pasando los abriles con nosotros bien callados por si acaso, mientras otros se cansaban de la vida. Probamos desta forma las astucias cada uno: Yo con título de hidalgo y educado por mi madre, habría codearme con los músicos de Corte en cierto tiempo y así, tal descubrí las salvaguardias de la música, acabé por dedicarla al clarinete y enrolarme en una banda de oficiales. Mi primo más pequeño, Jesús Cancio en su apostura, la dio por ofrecerse de igual modo a los festejos, pero en cosas de mujeres ques lo suyo, y anduvo enamorado de una sí y otra también entre el gentío de las plazas. Y acabemos con aquel que es principal desta historieta, primo mío, capitán de los Espárragos, entonces simple Alberto que votó por consagrarse al magisterio de la esgrima, ausentándose sin más entre estocada y paso al frente en los manglares. Desto vino separarnos en quehaceres como digo, mi lector, y sabréis que no anduvimos sino un tiempo rumbo a Babia cada uno, por andar al menoscabo del futuro y pretender otras cosechas. Pero en tanto íbamos todos laborando los destinos, no quisimos denostar nuestra hermandad, que da en compaña, la niñez, garantía de amistad, y así lo vimos y zanjamos estar juntos.
Pues vivimos desta suerte muchos años en el Cádiz Capital, enrolados en todos los vicios habidos de la tierra y malversando los dineros para, a fe de mantener algo conjunto, abrir una taberna. Ésta en que ahora escribo, duermo y como, La Hispaniola, dispuesta entre los campos de acebuches del camino a la ciudad, y que es tan mía, fue en verdad negocio aunado por los tres como parientes, y de todos fue virtud el conquistarla a un tabernero bien llamado Don Francisco de Medina, que en su gloria Dios lo tenga, el cual habría abandonarla por marcharse a la Sevilla a abrir La Torva de Triana, en que murió hace cinco días. Ya fue amigo de aquel tiempo y era viejo, de mi primo Alberto Cancio gran maestro, y a él que era un descuido le enseñó cómo servir el aguardiente y resguardar al mismo tiempo los honores. Todos aprendimos dese viejo lo impensable, mas cada uno lo hallaría a su manera y lo usaría de otro modo en adelante.
El primero en ausentarse fue Jesús hacia los nortes. Hubo conocer una mocita vascongada que venía de compaña del marido a hacer papeles, y en esto que sostuvo relaciones con mi primo en buena hora y se marchó luego a su tierra y nuestro Cancio fue detrás. Al punto narraré cómo la dio de aquellos visos, más alante, y como desos juegos acabo por bautizarse bandolero.
Yo anduve con Alberto conviniendo las jornadas de faena, por hacer de nuestra tasca una parada a más forzosa para todo caminante, como lo era con Medina, y así, durante un turno, confesome sus deseos de tomar otros destinos, sin remedio. Tal habló y tan poco hizo, que acabó por aturdirse, y en un día del verano de los años primigenios, que eran ya sus diecinueve y mal contados, aburrido de la gente y las patatas, hizo por macharse a mercar a las Américas, y ya no supe dél en ningún tiempo hasta el presente.
Los lapsos que pasaron por entonces fueron lentos para mí, que era calmoso y buen solista del chalumeau. De mucho laborar me dieron cuezo en el Castillo de la Villa, y con los dones que ganaba de una cosa y de la otra en mi taberna, convine contratar a un viejo amigo para hacerlo mi ayudante de servicio. Martini lo llamaban, y seis años me guardó las cerraduras hasta un día en que se fue a vender carruajes. Era a la sazón mi usanza mucho más resuelta, y ya no precisé de más zagal de cuadra, pues hube de casar con los vecinos que ellos cuidarían la cantina cuando andara yo soplando.
Y soplando como lo he desta manera aquí a vuecedes, los inicios de mi primo Alberto Cancio –mansamente decretados, bien seguidos –, dicho queda en este pliego lo que sé de propia cuenta por vivirlo, mas que habrá de ser el único que desta forma ilustre, pues del cuento de su marcha no conozco paradero ni socorro sino por su propia boca. Lo que sé llega de anoche en adelante a mis oídos, y hablaré como el oidor que siempre tuve en la mollera.
Alejandro de Gamaza